Palabras Inaugurales


Inauguración


Discurso de Héctor Schmucler
Director de la revista Estudios

El 9 de diciembre de 1994 quedó inaugurada la “Biblioteca José María Aricó” en el ámbito de la Biblioteca Mayor de la Universidad Nacional de Córdoba. En el acto público realizado el ex rector Francisco Delich destacó la importancia del hecho y agradeció a María Teresa Poyrazián la donación de los libros que habían pertenecido a su esposo, José M. Aricó, fallecido en 1991. En la oportunidad Héctor Schmucler pronunció las palabras que aquí se transcriben que evocan al insigne intelectual cordobés.

Aqui va la explicación del exlibrisExiste, para mi , algo de desmesurado e inquietante en esa placa que dice “Biblioteca José María Aricó”. Tal vez, me digo, sea la inquietante desmesura de la muerte. Porque si algo – una placa- puede indicar un espacio cerrado que contiene los libros de Pancho Aricó, es porque Pancho ya no está. La vida de Pancho fue una incesante vigilia para inventar su biblioteca y me sorprende que ahora pueda existir sin él. El problema, para algunos de nosotros, será cómo eludir el recuerdo de esa placa que al perpetuar su nombre consagra su muerte. Cuando los que hemos sido testigos de la vida y la muerte de Pancho, en pocos años – siempre son pocos los años de los seres humanos- nos hayamos confundido en el recuerdo, los libros guardarán, tal vez para siempre, algunos secretos. Quedará la biblioteca, es decir, Pancho. Porque yo creo que no es gracias a Pancho que existe esta biblioteca. Más bien, creo, la biblioteca existe para que Pancho continúe entre nosotros.

Podría esperarse que mis palabras aludan a la importancia que la “Biblioteca José María Aricó” tiene para Córdoba y para su Universidad Nacional; a la dignidad del regreso, a través de los libros, de un hombre de Córdoba cuyo nombre transita con holgura por bibliotecas, lugares de estudio y afectos, en muchos países de América Latina. Sin embargo, lo único que haré es evocar unas pocas historias que imagino comunes, elegidas caprichosamente – como es caprichosa cualquier historia- que me ayuden a sugerir lo que significa para mí este acontecimiento. Pero hablar de significado aún me resulta distante. En la biblioteca de Pancho hay, para mí, una intimidad sólo comparable con las largas charlas entre amigos, rodeados de libros reales o imaginarios, confundidos con ilusiones y desesperanzas, con sonrisas cómplices y dolores profundos. En la existencia de Pancho, en la nuestra, se mezclaron los libros y la vida. Hace pocos días, a Oscar del Barco se le ocurrió decirme que, en realidad, a Pancho no le causaría mucha gracia saber que su biblioteca había dejado de pertenecerle. Esa pertenencia, sin duda, iba más allá de la mera posesión material: en manos de Pancho cada libro era una pieza única que se armonizaba con otras, también únicas, para construir una cuidadosa orfebrería. A Pancho le pertenecía ese orden irrepetible. El estaba en ese orden que le permitía desmontar algunas partes para esculpir nuevas formas: los múltiples recorridos que podía imaginar en las estanterías. No muy distintas de las construcciones, sorprendentemente perfectas, que aparecían en su pensamiento. Con todo, ya aquí, ya realidad de protectores muros centenarios, ya maderas trabajadas para contener precisamente sus libros, ya la conmovida presencia de los que podemos reconocer su ternura en cada libro, Pancho diría que está bien, y admitiría que amanezca el día siguiente.

Puesto a imaginar, Pancho hubiera elaborado otras continuidades para sus libros. Alguna vez sugirió que el más legítimo destino serían los anaqueles de las librerías de viejo. Allí se incorporarían al flujo natural de donde serían rescatados, recuperados, por aquellos que como él sintieran que el verdadero lugar de determinados libros son sus propias bibliotecas. No en vano Pancho amaba las páginas donde Walter Benjamin narra su relación con los libros. Para un coleccionista de libros, dice Benjamin, “el destino más trascendente de todo ejemplar es el encuentro con él, con su propia colección”. Pero Pancho, rigurosamente, no era un coleccionista. Más bien era un escultor que no desdeñaba ningún material que presumiera le podría ser útil para la construcción de determinadas formas. Singular escultor que sabía que su tarea era inacabable.

De todas las pasiones de Pancho, una no se eclipsó jamás: convivir con los libros. Como un rabdomante, sabía encontrar en el lugar preciso el libro que buscaba, o que buscábamos alguno de sus amigos. Como a ninguno, la cita afortunada lo esperaba en la página a donde dirigía su mirada. Esta familiaridad le otorgaba derechos. Adquirir libros fue, en algún tiempo, la partida prioritaria de sus gastos, aún a costa de los que otros considerarían un desequilibrio en su presupuesto. Los pequeños malabarismos con fondos familiares que los hombres suelen ejecutar apremiados por alguna amante, Pancho los realizó para comprar libros. Hubo épocas en que ningún subterfugio alcanzaba para juntar el dinero necesario y sus estanterías siguieron poblándose con libros que le pertenecían en el más noble de los sentidos. Apropiarse de libros sin pagarlos dista de ser un robo en su acepción vulgar y son pocos los hombres de letras que no hayan superado escrúpulos para conseguir la presa codiciada. Fue otra de las enseñanzas de Pancho: existen ciudadelas que deben ser tomadas franqueando fronteras o cajas registradoras. Los riesgos se miden por las urgencias: la posesión de un libro suele volverse impostergable. Con el tiempo, Pancho comenzó a recibir libros del mundo entero. También sabía en qué país, en qué librería, en qué depósito estaba el que buscaba.

Difícilmente algún amigo le informaba sobre la realización de un viaje a otro lugar sin que Pancho diera muestra de cierta agitación para que se le trajera algún libro. Era tal la precisión del encargo, tal la envergadura de la misión encomendada, que uno terminaba creyendo que el sentido de su viaje era aportarle ese nuevo libro que ya tenía un lugar previsto en su biblioteca. Ese empecinamiento, esa vocación, hizo posible esta realidad.

“Desembalo mi biblioteca”, el texto de Walter Benjamin, es un espacio adecuado para reconstruir la genealogía de la biblioteca de Pancho. Otro texto, “La muralla y los libros”, de Jorge Luis Borges, ilumina el incomparable poder de los libros reunidos. “El fenómeno de la colección – dice Benjamin- pierde su sentido cuando pierde su sujeto. Aun cuando las colecciones públicas sean menos chocantes en cuanto a su sentido social y más útiles para la ciencia, son las colecciones privadas las que hacen justicia a los objetos”. La biblioteca de Pancho debe afrontar el trance de ser privada a ser pública. Hay que reconocer que, de todas maneras, la biblioteca de Pancho siempre tuvo algo de público para aquellos que se acercaban animados por su generosa predisposición a señalar bibliografías. Pero nunca dejaba de ser privada: el sujeto de la biblioteca era Pancho: los libros que prestaba nunca perdían su presencia. Ahora, formalmente, será una biblioteca pública anónima. Llegará el día – y es deseable que así ocurra en que la gente vendrá por los libros, los tomará en sus manos y no sabrán cómo eran las manos de Pancho. (Pero también es posible que los libros nunca pierdan cierto halo que su tacto les fue agregando).

Borges interpreta la historia de Shih Huang Ti, que se hizo llamar el Primer Emperador y que ordenó ejecutar dos hechos descomunales: edificar la muralla china y quemar todos los libros anteriores a él. “Erigió la muralla, porque las murallas eran defensas; quemó los libros porque la oposición los invocaba para alabar a los antiguos emperadores”. “Quemar libros – dice Borges – y erigir fortificaciones es tarea común de los príncipes”. Pancho, aunque nunca lo dijera, construyó su biblioteca para que la memoria no se perdiera. Esta es una virtud de todas las bibliotecas.

Habrá que aceptar que lo que hoy estamos haciendo es un acto anacrónico, fuera del tiempo. Porque sólo desde el anacronismo es posible el júbilo de instaurar bibliotecas, de hacer posible la memoria de los libros y en los libros, de propiciar el goce de la demora en recorrerles, de descubrir con sorpresa el libro ubicado al lado del que buscábamos y de la palabra que nos salta, iluminadora, en la página abierta azarosamente. Todo, lejos (y en algún sentido contra) de la despiadada instrumentalidad de las “autopistas de la información”.

Hay un magnífico anacronismo y una placentera nostalgia en esta imposibilidad que tengo de imaginar una exaltación académica de una biblioteca que, con pudor, llamamos “la biblioteca de Pancho”. Vendrán – y ojalá ocurra- los eruditos que rastrearán, a través de sus meandros, el recorrido intelectual de quien fuera su dueño. ¿Fue el afán erudito, la planificación sistemática de una bibliografía lo que impulsó a Aricó a construir su biblioteca? Yo no puedo entenderlo sino como un acto de amor. Pancho era un enamorado del saber y por eso los libros, y las revistas, y los periódicos, y los folletos, y los recortes infinitos de papeles, y las bibliotecas perdidas, los libros olvidados y ocultados, los leídos en noches de insomnio, los leídos entre uno y otro beso, los leídos en la cárcel, amasaron este alimento. Un alimento que él, “sujeto” de ese universo, sabía que encerraba la inutilidad de lo importante. La inútil fuerza del amor que mueve el mundo.

Hay algo más que emoción al ver todos estos libros agrupados. No es admiración; tampoco tristeza. Es, curiosamente, la sensación de sentirme cómodo, como nunca antes, entre los libros que siempre guardaban algo oculto que sólo Pancho podía develar. Ahora, sin temor al ridículo de imitarlo, podré repetir sus gestos, su paciencia. Podré dialogar con cada libro y el diálogo con Pancho no se habrá interrumpido por el incidente de su ausencia.

He aquí la creación de José María Aricó. Ignorante de ordenados registros que remiten ciegamente de un dato a otro dato, Pancho nos hizo herederos de esta biblioteca que siempre dirá más que la suma de todos los libros. Dice Borges: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”. La biblioteca de Pancho, esta biblioteca que a él le sorprendería que se llame “José María Aricó”, será para los lectores que el amor atraiga, una inminencia de revelación. Cuando tantas cosas se pierden irremediablemente, cuando los cuerpos pierden densidad en la abstracción del artificio, cuando se adelgazan valores y creencias que hacen humanos a los seres humanos, esta biblioteca nos recordará que, por encima de todas las vanidades es posible la permanencia de la fe. Porque, y ahora es Benjamin: “la redención se aferra a la pequeña grieta en la catástrofe continua”.